Drohlaft, que en broma aceptó un nombre prestado, arrojaba al fuego la leña y no miraba si chispeaba; si ardía o no, lo dejaba al azar. Drohlaft salió del poblado, esquivando la ciénaga, vestido de frío, con un cierto recuerdo del fuego. Llevó carjac – no fuera el caso que topase con un jabalí. Caminó como solía, pensando en varias aldeanas y en las jarras de cobre de que vertía en sus cuerpos cuando en el suyo no cabía más cerveza, tan insípida, aguada y seca, cuando cesaba la fiesta. Secretamente, consagraba éstas cosas; a veces las confundía con su nombre. Pero esos regalos se convertían en la neblina fresca de la región si el jefe del clan reclamaba carnaza.
Se dedicaba a dos hachas que urdía hábilmente gracias a sus brazos curtidos y habituados a la batalla: si llovía sangre, abría los ojos; y si su piel no era blanca, estaba vivo. De hecho – solía pensar – “os venero” – diría – inconsciente de la importancia que tendría la musculatura, un pecho de varón agrio, incivil, piernas ágiles o un gesto tensado por la cólera.
Que ésta no era infundada lo comprendían sus compañeros de clan, pero todos la aceptaban como motivo de supervivencia. Sobre todo si vislumbraban, gracias a un ave o un obsequio inesperados – una droga, más víveres- que la muerte, desde la espada, desfilaba por sus brazos; y la pensaban, ya en forma de cuerno ya de trueno. En vano esperaban entonces que la carne les comentase la incomodidad de la vejez o que los dientes picados tuvieran relación alguna con los sueños comunes a cerca de valles, de cuyos árboles surgían romanos: riendo, sembraban concordia, pero no les entendían – el geométrico arte del latín era un enigma para la mayoría de ellos -. Además, el suicidio era un juego frustrado por las costumbres y de la tortura se obtenía carne más a placer. Nuevos ritos otorgarían sentido a acciones futuras.
Aquella tarde la pasaron al raso, erguidos. A modo de distracción se jugaban la mujer y los tributos: si acertaban en la cabeza del ciervo, un día; si herían el costado, tributo. Si callaban y obedecían comerían frió, pero sin dar cuentas al líder del clan.
Hacia la madrugada los distintos clanes debían encontrarse en la planicie acordada; allí esperarían. Existía un rumor a partir del cual se aseguraba que debían asediar dos o tres fortalezas con el propósito de apoderarse del control de la región cercana al río y dejar atrás así, al fin, tanta penuria. Pero los dioses escogieron de entre su repertorio pueril un orden más peculiar para la atrocidad.
Pronto la lluvia pegajosa y leve les acució desde las rodillas; esperaban observándola, un ligero cansancio igualaba sus mentes; presuntuosidad y agonía; volvían sentirlas.
II
Cuando la luna perdía brillantez - el barro les retardó – a una distancia prudente, los otros clanes encendieron más antorchas y picaron en las rocas provocando un ritmo. Ya juntos, todavía acuciados por la lluvia, cuyo ruido – para ellos, antes de la batalla todo era ruido – no les permitió apreciar las decisiones de los líderes, callaron.
Fríos, temían la voluptuosidad de la batalla, pues no hacían la guerra, sustancial y gloriosa, sino la batalla salvaje y limpia; ese día, sin embargo, temían a su lógica de la indagación, la desconexión por lo salvaje y esas cosas que el pensamiento a veces alerta para apreciar las acciones con placer o extrañeza. Aquello que frecuentemente elevaba su libido, temían: la costumbre lo puso en su contra y a todos hizo enemigos.
-¡Venid!- y fueron. – ¡Preparaos!- y asimismo se doblegaron.
Para cuando el frió era un capricho comenzaron a sospechar. Cierto es que más de una duda tenía sentido. ¿ Por qué no les hicieron esperar?.¿Por qué los señuelos no fueron los de siempre?. ¿ Por qué tenían más miedo que el habitual y por qué, especialmente, recordaron a todos los jabalíes matados, los árboles talados y la sangre venerada?. Hubo un momento ajeno a la vida en el que el azar les propuso relacionar esos temores con sus jefes, con sus tributos, con sus bromas, también con sus armas. Entonces estalló una orden que reclamaba precaución y cese. A algún despistado se le resbaló un estandarte y pronto, a modo de vuelo de halcón, conocieron la amargura.
Al poco, de uno de los cuarteles salieron varios a caballo, sujetando, con esplendor, algunos estandartes. Vestían un gesto perspicaz de triunfo malogrado y a la vez provechoso. El sol proyectó criaturas sobre el barro cuando hubo acuerdos y brazos cruzados: uno de los jefes del clan se acercó a los suyos y les explicó: debido a que ninguno de ellos no sabía aún qué era la indignación el revuelo fue escandaloso. Una cabeza salpicó el fango y la incredulidad se cruzó en miradas. A pesar de la sorpresa todos los drohlaft supieron qué hacer. Unidos formando un círculo, se inclinaron hacia un lado preferente, de modo que se clavaron sucesivamente las espadas que estaban alzadas con la empuñadura enfocando el norte y hacia abajo. A esto lo llamaron Drohlaft, que finalmente decidieron otorgarle el significado de traición, mientras los pájaros piaban cerca del mediodía, ajenos a la capa de sangre que se mezclaba con el fango; como si fuera puré, unos gusanos se retozaban, otros se abrían paso entre los cadáveres.
